martes, 24 de diciembre de 2019

Nochebuena de 1989

Por Julio Olvera

Querido diario:

Era la primera vez (y única hasta la fecha) que me encontraba lejos de mi México Querido, sin mi familia, en una Nochebuena; y donde estaba imperaba un estado de guerra. De todas maneras celebré en esa ocasión. No lo hubiera hecho de no haber sido por mi vecina, doña Ligia, quien ese 24 de diciembre de 1989 me invitó a cenar.

La señora Ligia tocó a la puerta del departamento que ella me rentaba en su casa de la zona El Cangrejo. Vi el reloj y pasaban de las seis de la tarde.

Una vez que le abrí y la salude, me dijo de inmediato, amablemente:

- Si gustas, Julio, puedes venir más tarde a mi casa a cenar; estoy preparando espagueti, me dijo.

- Con mucho gusto, le contesté cuando aún se escuchaban en el ambiente disparos aislados y ruido de helicópteros artillados y de aviones del tipo A-37 de las fuerzas de ocupación, que en ese tiempo hacían constantes sobrevuelos por la ciudad.

De antemano, mi intención era meterme a la cama temprano y dormir porque a la mañana siguiente, del lunes 25 (sí, el día de la Navidad) , debía trasladarme a la Nunciatura... bueno, a sus alrededores para recoger novedades sobre la situación de un importante personaje que de manera sorpresiva se había refugiado esa tarde de domingo en esa representación diplomática del Vaticano.

Por lo pronto, la propuesta de la señora Ligia, de verdad, me había sorprendido porque después de tres meses de habitar ese apartamento era la primera vez que me invitaba a pasar a su casa. Pensé que tal vez lo hizo de compasión por vivir yo solo, o quizá porque, supuse también, ella sabía que esa noche estaría igualmente sola, pues sus dos hijas y su hijo, casados los tres, pasarían la tradicional celebración con sus respectivas familias políticas. Y digo sola, porque no obstante que atendía a su marido enfermo, éste estaba postrado en una cama.

El ofrecimiento de la gentil quincuagenaria lo recibí cuando al caer la tarde, me aprestaba a introducir la llave en la cerradura para abrir la puerta blanca de madera, de acceso al departamento.

Presentí de inmediato que me estaba esperando, ya que habrían pasado apenas dos minutos desde que cerré con fuerza el portón de la reja metálica que da a la calle y luego subir las escaleras con barandal de aluminio para llegar a la entrada del departamento, cuando oí que alguien abría el pequeño cerrojo de la vivienda ubicada frente a la mía, en la misma planta alta de la casa, con cuatro apartamentos.

El que me rentaba a mi la señora Ligia, amueblado, lo ocupaba yo desde septiembre anterior; se localizaba en El Cangrejo, un agradable barrio del corregimiento de Bella Vista, cercano al centro financiero, de altos edificios.

A una calle de ahí quedaba la Vía España, que es la ruta para llegar al Casco Viejo de la ciudad, donde está el palacio presidencial Las Garzas, en un trayecto de casi cinco kilómetros en 12 minutos en taxi, servicio por el que pagaba un dólar por el viaje de ida y otro dólar por el de regreso. Ese viaje lo hacía una, dos o hasta tres veces al día, cuando era necesario.

Muchos de mis recorridos los hacía a pie, pues las distancias de mis puntos de interés no excedían los dos kilómetros, salvo al Hotel Sheraton o al Centro de Convenciones Atlapa, que me quedaban a cuatro kilómetros al oriente, por estar ambos en la misma zona, uno enfrente del otro, en el oriente de la ciudad. Más lejos, a 35 minutos en automóvil, el aeropuerto internacional de Tocumen, a 21 kilómetros.

A la vuelta de la casa estaba el Hotel Granada y también, cerca, el Hotel El Panamá, regulares locales de eventos de interés periodístico como ruedas de prensa; y la Universidad de Panamá. A menos de un kilómetro, en el edificio Bank of América, también estaba la embajada mexicana, en Obarrio, que hace límite con el corregimiento de San Francisco, donde está Punta Paitilla.

Había tres restaurantes a los que acudía regularmente: Manolo, Niko's y El Trapiche.

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Era la quinta jornada de la llamada operación "Causa Justa", en la que más de 26 mil efectivos de Estados Unidos habían llegado para capturar al general Manuel Antonio Noriega, quien era el comandante de las Fuerzas de Defensa de Panamá.

Con cierta emoción, me preparé para atender la invitación de doña Ligia y, cuando estuve listo, esperé a que la amable señora me recibiera en la entrada de su vivienda.

Sin esperar explicación, le expuse lo que noté en ese momento: el toque de queda impuesto bajo la ocupación impidió que sus tres hijos (dos mujeres  y un varón, todos casados) pudieran llegar.

- Esta noche solo cenaremos usted y yo, le expuse sin ocultar mi tristeza y nostalgia, del tipo “jamaicón”, otrora ídolo del campeonísimo Chivas de Guadalajara.

- Así es, Julio, me contestó la señora, también en tono melancólico, sabiendo de esas ausencias y de su esposo enfermo, postrado en cama.

Doña Ligia, propietaria de un bello automóvil BMW, verde olivo, se dirigió a su cocina mientras que a mi me dejó esperando, sentado en un amplio sillón de la sala, acompañado de un vaso con vino que minutos antes me había ofrecido. El ambiente era cálido y caluroso.

Eran las nueve de la noche cuando doña Ligia me pidió pasar al comedor. Sobre la mesa, con un mantel de encaje blanco debajo de la cubierta de vidrio, estaban dispuestos platos, cubiertos y copas. Había un frutero con uvas, peras, manzanas, duraznos; también una pequeña charola con frutos secos. Ella misma, preparó una ensalada de manzana y el espagueti.

Recuerdo esta anécdota porque esos días hubo escasez de productos, por los saqueos generados de las primeras jornadas de la ocupación.

El caos había sido total. Las tropas invasoras estaban centradas en eliminar todo foco de resistencia tanto militar (de las compañías élite Macho de Monte, Tigres de Tinajita y Pumas de Tocumen) como la civil, de los "Batallones de la Dignidad", más que en resguardar el orden público.

Los saqueos los sufrieron comercios de todo tipo, desde pequeños negocios hasta grandes almacenes, fábricas de alimentos, ropa, calzado y otros.

Por las condiciones en las que se preparó y más allá de su exquisito sabor, fue una cena de Nochebuena excepcional. No hubo sobremesa, la anfitriona acudió a atender a su marido enfermo; y yo, como periodista, a seguir cubriendo los acontecimientos de la invasión.

Justo el día de Nochebuena, luego de estar escondido varios días, escurriéndose de los soldados norteamericanos que lo buscaban para cumplir la Operación Causa Justa, el general Manuel Antonio Noriega se refugió en la Nunciatura Apostólica (embajada) del Vaticano en Panamá.

Esa noche comenzó una fuerte presión psicológica de desgaste al entonces "hombre fuerte" de Panamá. El mando militar estadounidense había ordenado tocar música de rock, reproducida con elevado volumen en grandes bocinas colocadas afuera de la nunciatura apostólica. El ruido era tal que enfureció no solo a los vecinos sino al propio nuncio apostólico, el español Sebastián Laboa, frecuente mediador entre militares y civilista panameños, y cuyas quejas hicieron levantar el castigo del ruido dos días después.

Representantes de la prensa nacional y extranjera se "tomaron" el hotel Holiday Inn, ubicado frente a la representación diplomática. Esos días hacía guardia, en las inmediaciones, junto con decenas de periodistas.

Noriega se rindió y se entregó, finalmente, a las fuerzas estadounidenses el 3 de enero de 1990; fue llevado directamente a Florida, donde fue juzgado.

viernes, 20 de diciembre de 2019

Stop! ¡Stop! ¡Stop!

Por Julio Olvera
Era la mañana del miércoles 20 de diciembre de 1989.
Alrededores de la Ciudad de Panamá, por la zona del Canal Interoceánico
Justo después de pasar una curva, en ese sector de abundante vegetación, apareció la figura de un soldado, con la cara pintada y vestido con uniforme de batalla, camuflado, con casco cubierto de hojas y ramas.
Empuñaba, con ambas manos, bien estiradas, una pistola calibre .45, apuntada directamente al conductor de nuestro auto. Mantenía una postura rígida, con su pierna derecha atrás y la izquierda al frente. Estaba parado sobre la línea que dividía los dos carriles de la carretera.
Detrás de él, a unos 20 metros, un vehículo militar todo-terreno bloqueaba también el camino. Sobresalía de esa unidad una ametralladora montada sobre una plataforma rotativa y manipulada por otro soldado, que sólo dejaba ver la parte superior de su cuerpo.
Otro par de efectivos, de pie y con fusiles de asalto M16, se ubicaban junto al camión multipropósitos. Uno más, pecho tierra, a un lado del camino, manejaba una ametralladora con trípode. Varios soldados más vigilaban el otro sentido del camino. La escena, ahí, se repetía.
Los soldados que estaban a la vista –pertrechados adecuadamente– en ningún momento dejaban de apuntar su intimidatorio armamento contra aquel que llegaba hasta ese retén. Noté que un número indeterminado de soldados vigilaba, oculto, entre la maleza.
Por fortuna, poco antes de las 11 de la mañana de ese miércoles, 20 de diciembre, precisamente, Eloy conducía con precaución y la velocidad moderada con la que viajábamos en el compacto Sunny Blanco le permitió también percibir aquellos gritos del soldado y detener a tiempo la marcha del auto. Había que ser prudentes.
A escasos 10 metros y con la misma postura guerrera, el "rambo americano" nos ordenó, a gritos (también en inglés, por supuesto), abandonar el auto, uno a uno, con las manos en la nuca.
Un intenso escalofrío recorrió mi humanidad. Supuse que lo mismo sintieron Lisette, James y Eloy. –¿Y ahora qué? –susurré a mis compañeros, engurruñando el rostro.
–¡Ya nos cargó la chingada!, me contesté. Sentí que la piel se me enchinaba mientras mi corazón latía acelerado.
Eloy fue el primero en abandonar la unidad. Impávido, avanzó siete pasos. Aprovechó esa corta distancia recorrida para explicarle al soldado –en inglés, naturalmente– que los cuatro ocupantes del auto eramos periodistas y que él, en particular, tenía nacionalidad estadounidense.
Lisette, por el lado contrario del conductor, James y yo, por nuestra respectiva puerta trasera, uno a uno, en ese orden, bajamos del auto y nos formaron junto a Eloy, que nos esperaba, de pie, a un paso de la orilla de la carretera.
El marine nos exigió ahora que nos hincáramos, sin bajar en ningún momento las manos. Cada uno nos acomodamos como pudimos, en esa posición. Una pequeña piedra en el asfalto me lastimó, y tuve que reprimir el dolor cuando posé mi rodilla sobre una de ellas. Sólo engurruñé el rostro y emití un imperceptible quejido.
Los retenidos volteábamos a vernos, unos a otros, en silencio y discreción. Evitábamos hacer cualquier movimiento brusco que diera pretexto a nuestros captores para disparar. Esa era la orden. De esa forma cayeron muchos panameños en su desesperación por escapar de esa telaraña de terror, en la que nosotros, como moscas en vuelo, quedamos atrapados.
Uno de los soldados que se ubicaba junto al Hummer (el vehículo multipropósito) avanzó en nuestra dirección, aún hincados. Caminaba con una pistola al cinto, un fusil M16 colgado al hombro izquierdo y una tabla con papeles en la mano derecha. Al pararse frente a nosotros, preguntó directamente a Eloy nombre y apellidos. Yo supuse que se dirigieron a Eloy por ser el de mayor de edad (más de 50). Inmediatamente después, el soldado revisó una lista de varias hojas. Tomó su tiempo, sin prisa.
Luego de unos minutos, el soldado pidió a uno de sus compañeros de armas que ordenara levantarse a Eloy, quien cumplió la orden incluso antes de que terminara de dictarla. Lo separaron de nuestro pequeño grupo y lo llevaron a otro punto del retén.
A James, a Lisette (ambos panameños) y a mi (mexicano), tras haber estado entre 10 y 15 minutos en posición de hincados, nos fue pedido que nos retiráramos del lugar y regresáramos por donde habíamos venido. Estábamos confundidos. No sabíamos qué hacer.
Segundos antes de perderlo de vista, Eloy nos dijo –tal vez para calmarnos– que era un malentendido. –Todo se aclarará. Había un homónimo con su nombre en esa lista, como nos platicó Eloy dos días más tarde.
Cientos de retenes dispuestos en diversos puntos de Panamá permitieron que la fuerza invasora capturara “vivos o muertos” a gran cantidad de colaboradores del régimen norieguista, sobre todo miembros de los Batallones de la Dignidad.

El 20 de diciembre de 1989 nos tomó por sorpresa

Con autorización del autor, les comparto esta experiencia de la invasión a Panamá

Por James Aparicio (*)

Éramos unos jóvenes periodistas abrumados por decenas de acontecimientos que se fueron desarrollando desde las elecciones de 1984 que ganó con un cuestionado resultado el Dr. Nicolás Ardito Barleta, hombre de Washington y candidato del PRD y los militares, aún el verdadero poder en Panamá.

La muerte en 1985, por decapitación del Dr. Hugo Spadafora, un exguerrillero de las guerras de Guinea Bissau, Nicaragua y de Panamá entre 1968 y 1970, desencadenó a la peor crisis política y social del país.

Noriega había sido acusado de narcotráfico y de colaborar con los carteles colombianos de Cali y Medellín. Él siempre dijo que fue víctima de una venganza de EU por no permitir que se usara Panamá para invadir a Nicaragua y entrenar a la “contra” nicaragüense entre 1984 y 1985.

Esa noche, la del 19 de diciembre de 1989, ya había tensión. Una semana antes, un soldado de EU murió por cruzar una barricada del ejército panameño en El Chorrillo. El General Marck Cisneros, jefe del ejército sur, dio 48 horas para que se entregara al que disparó al soldado. La oposición que lideró masivas protestas estaba diezmada.

Un avión awacs del ejército de EU rondaba el cielo capitalino, Noriega había sobrevivido a un alzamiento el 3 de octubre de 1989 y había ordenado asesinar a 11 de los complotados.

Ese 19 de diciembre los batallones de la dignidad, civiles armados por Noriega, estaban en alerta. Parafraeando a las claves de alerta del ejército de Estados Unidos Alfa, Bravo Charlie, Delta, los Batallones de la Dignidad tenían las propias: Chacara, Cutarra.

Otra clave era Ardilla y Soberanía, eran alertas de combate. "Batallón Cristóbal Colón", el “Comando Torrijista 16 de Diciembre”, el "Batallón San Miguel Arcángel", el “Batallón Rosa Elena Landecho”, el “Batallón Victoriano Lorenzo” y el "Batallón Liberación Latina”, así estaban estos 4 mil civiles armados por los militares.

Esa noche, el 19 de diciembre, Julio Olvera de Notimex, James Aparicio (AFP y La Estrella de Panamá), Lisette Carrasco (EFE) y Eloy Aguilar (AP), nos encontramos como a las diez de la noche para tomar tragos y comer. Decidimos recorrer una de las bases militares de Panamá en Veracruz, ahí queda Howard, la más grande base aérea de EU en América. Todo oscuro, nada para la sospecha. El awacs volaba el cielo panameño. Nosotros queríamos “fiestar”.

Al otro extremo, la sede el ejército sur con 9 mil soldados. No sospechábamos que ya había 26 mil tropas en el país. El 20 de diciembre de 1989, a la medianoche, cuando cruzábamos por Clayton, la sede del ejército sur, detrás de nosotros carros de combate, taques, helicópteros; la invasión Causa Justa había comenzado.

Tratando de llegar a nuestras oficinas fuimos interceptados por tropas de EU que nos apuntaban con sus armas. Eran soldados enormes, con arreos de combate y sus rostros maquillados para la muerte.

-¡Stop!

-Todos al piso

La requisa, el miedo, no saber qué pasa sabiendo que la invasión había comenzado. En inglés, un oficial nos dijo: no pasen hacia la ciudad o se van a morir. LE VAMOS A PARTEAR EL CULO A NORIEGA.

Los cuatro, asustados, pero preocupados por la noticia nos fuimos a una comunidad llamada Diablo Heigths, y ahí enviamos desde cabinas de teléfonos la información de la invasión de EU. EU invade a Panamá, fue la primera alerta.

El ataque fue brutal, aviones de última tecnología, el avión invisible, helicópteros Black Hawke, armamento de última generación y todos grupos élites: Rangers Seals. Ese 20 de diciembre en el Canal del ejército de EU que se veía en la capital la clave que transmitían era DELTA o guerra.

En los canales locales era Soberanía que anunciaba un ataque norteamericano. Luego, con una radio portátil el informe de que Guillermo Endara había tomado posesión como presidente de Panamá en una base militar de EU, en la sede del ejército Sur en Clayton.

En la mañana del 20 de diciembre, Diablo, donde residían panameños, fue invadida por soldados de EU y nosotros, previamente identificados, pudimos salir buscando las oficinas, pero quedamos atrapados por un día por los combates y nos creían desaparecidos.

Tuvimos que dormir en la casa de un amigo en las áreas revertidas, casas del Canal que entonces estaban ocupadas por panameños. El 21 de diciembre pudimos trabajar en nuestras oficinas casi por 20 horas durante casi tres semanas. EU reconoció 23 muertos en sus filas.

En Panamá una comisión investiga hoy cuales es el número real de muertos. Todavía no se tiene certeza oficial de los muertos que se cifran entre 500 y 2000.

Fin

(*) James Aparicio se desempeñaba en 1989 como corresponsal de la agencia francesa de prensa AFP y reportero del diario La Estrella de Panamá, del que años después fue su director. Actualmente dirige el periódico Metro Libre de Panamá.