lunes, 3 de agosto de 2009

Invasión a Panamá. Visita a la cueva del lobo (Sexta parte *)


Llamada desde México

En la primera hora de la tarde del 19 de diciembre de 1989, Javier Olivo, recibió una llamada telefónica desde México. Era de la oficina central del medio de comunicación para el que trabajaba. El encargado de la redacción le informó que, de acuerdo con despachos noticiosos recibidos de última hora en México, aviones de guerra norteamericanos habrían partido rumbo a Panamá, sin conocerse detalles de su misión. En efecto, se trataba de la 82ª División Aerotransportada del Ejército Sur de Estados Unidos, que partió desde el Fuerte Bragg, en Carolina del Norte, la mañana de ese martes.
—Muy bien, en seguida trataré de buscar la confirmación de esa noticia —respondió Javier a su interlocutor, procurando ser convincente de que obtendría una respuesta a la brevedad.
El editor en México se mostró, sin embargo, descontento por la falta de una confirmación inmediata. Debió haber pensado que en Panamá era más fácil conseguir información que en el Pentágono, en Washington D.C., donde otros medios —estadounidenses, por supuesto— sí pudieron obtener información, aunque fuera extraoficial, de esa maniobra presuntamente para realizar nuevos “ejercicios” militares, como lo venía haciendo Estados Unidos en los últimos meses.
De antemano, Javier sabía que la tarea no sería fácil. Debía buscar de inmediato a sus “fuentes” de información vinculadas a las áreas de prensa de los ministerios de Gobierno, de Relaciones Exteriores y de la Presidencia, en particular; algunas dentro de las Fuerzas de Defensa y de la Policía Nacional. Del Comando Sur, definitivamente, ninguna.
Tenía una fuente dentro de la embajada estadounidense, aunque difícil de consultar en esos días por la cada vez más tensa situación diplomática con Panamá.
Contaba, eso sí, con una variedad de informantes en representaciones diplomáticas latinoamericanas, de México, en particular; y de España, Francia, Italia y China. Era lo que tenía. Debía hacer algo más.
En fin, Javier no sabía en ese momento a qué fuente recurrir. Primero, llamó por teléfono a las respectivas oficinas de prensa de las Fuerzas de Defensa y de la Policía Nacional. De esas instituciones no recibió contestación alguna a sus varios llamados. Telefoneó después a gente de prensa de la Casa de Gobierno (Presidencia), del Ministerio de Gobierno (Interior) y de la Cancillería. En estas dependencias sí le contestaron, pero argumentaron desconocer algo acerca de aviones de guerra hacia Panamá. Pareciera como si la orden fuera admitir públicamente el asunto. En muchos casos, a otros periodistas extranjeros y panameños les ocurrió algo similar. De ninguna manera era un consuelo. Tenía que hacer algo y rápido. No había tiempo que perder.
Ante esa situación, a Javier se le ocurrió trasladarse a la zona de las bases militares estadounidenses aledañas a la ciudad; en particular, a Quarry Heigths, el centro de mando del Comando Sur y donde despachaba su Departamento de Prensa. Finalmente, decidió ir, solo.
Sin auto propio, estimó que un taxi le cobraría, mínimo, 15 dólares el recorrido, ida y vuelta, de apenas un par de horas, pero suficientes para llegar, dar un vistazo, consultar a alguien del Comando Sur y regresar para reportar a México. La pensó fácil.





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Javier había escuchado ese día en la radio local que equipos de periodistas (tanto panameños como extranjeros), en su intento por ingresar a zonas militares prohibidas, habían sido detenidos por las fuerzas estadounidenses. No obstante, se mantuvo firme en su idea: trasladarse a ese lugar.
Se hubiera ido a meter a la mismísima cueva del lobo, envuelto con una profunda sensación de soledad y miedo, si no es porque Jaime lo llamó por teléfono.
En el momento que alistaba sus pertrechos (radio-grabadora, libreta de apuntes y bolígrafo) previo a su salida de la oficina, escuchó el timbre del teléfono. Era Jaime, su amigo panameño y periodista de un diario local y que reportaba también para una agencia europea de noticias.
—¡Aló! —dijo Javier tras acercarse el auricular.
—Hola, Jaime, ¡qué tal! —saludó, efusivo, tras identificar la voz del otro lado de la línea.
—Voy a Quarry Heights y regreso —le reveló de inmediato.
—¡No!, —replicó Javier. —Espérame ahí. Paso por ti. Vamos con Eladio; me quedé de ver con él en el hotel.
—Muy bien, aquí te espero, pero no tardes —contestó un tanto resignado, pero confiando en que ya no iría solo al otro lado del Canal, sino acompañado de otros amigos, aunque en la conversación telefónica no se tocó, en ningún momento, el asunto que tenía mortificado a Javier.












* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.

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