Por Julio Olvera
Era la mañana del miércoles 20 de diciembre de 1989.
Alrededores de la Ciudad de Panamá, por la zona del Canal Interoceánico
Justo después de pasar una curva, en ese sector de abundante vegetación, apareció la figura de un soldado, con la cara pintada y vestido con uniforme de batalla, camuflado, con casco cubierto de hojas y ramas.
Empuñaba, con ambas manos, bien estiradas, una pistola calibre .45, apuntada directamente al conductor de nuestro auto. Mantenía una postura rígida, con su pierna derecha atrás y la izquierda al frente. Estaba parado sobre la línea que dividía los dos carriles de la carretera.
Detrás de él, a unos 20 metros, un vehículo militar todo-terreno bloqueaba también el camino. Sobresalía de esa unidad una ametralladora montada sobre una plataforma rotativa y manipulada por otro soldado, que sólo dejaba ver la parte superior de su cuerpo.
Otro par de efectivos, de pie y con fusiles de asalto M16, se ubicaban junto al camión multipropósitos. Uno más, pecho tierra, a un lado del camino, manejaba una ametralladora con trípode. Varios soldados más vigilaban el otro sentido del camino. La escena, ahí, se repetía.
Los soldados que estaban a la vista –pertrechados adecuadamente– en ningún momento dejaban de apuntar su intimidatorio armamento contra aquel que llegaba hasta ese retén. Noté que un número indeterminado de soldados vigilaba, oculto, entre la maleza.
Por fortuna, poco antes de las 11 de la mañana de ese miércoles, 20 de diciembre, precisamente, Eloy conducía con precaución y la velocidad moderada con la que viajábamos en el compacto Sunny Blanco le permitió también percibir aquellos gritos del soldado y detener a tiempo la marcha del auto. Había que ser prudentes.
A escasos 10 metros y con la misma postura guerrera, el "rambo americano" nos ordenó, a gritos (también en inglés, por supuesto), abandonar el auto, uno a uno, con las manos en la nuca.
Un intenso escalofrío recorrió mi humanidad. Supuse que lo mismo sintieron Lisette, James y Eloy. –¿Y ahora qué? –susurré a mis compañeros, engurruñando el rostro.
–¡Ya nos cargó la chingada!, me contesté. Sentí que la piel se me enchinaba mientras mi corazón latía acelerado.
Eloy fue el primero en abandonar la unidad. Impávido, avanzó siete pasos. Aprovechó esa corta distancia recorrida para explicarle al soldado –en inglés, naturalmente– que los cuatro ocupantes del auto eramos periodistas y que él, en particular, tenía nacionalidad estadounidense.
Lisette, por el lado contrario del conductor, James y yo, por nuestra respectiva puerta trasera, uno a uno, en ese orden, bajamos del auto y nos formaron junto a Eloy, que nos esperaba, de pie, a un paso de la orilla de la carretera.
El marine nos exigió ahora que nos hincáramos, sin bajar en ningún momento las manos. Cada uno nos acomodamos como pudimos, en esa posición. Una pequeña piedra en el asfalto me lastimó, y tuve que reprimir el dolor cuando posé mi rodilla sobre una de ellas. Sólo engurruñé el rostro y emití un imperceptible quejido.
Los retenidos volteábamos a vernos, unos a otros, en silencio y discreción. Evitábamos hacer cualquier movimiento brusco que diera pretexto a nuestros captores para disparar. Esa era la orden. De esa forma cayeron muchos panameños en su desesperación por escapar de esa telaraña de terror, en la que nosotros, como moscas en vuelo, quedamos atrapados.
Uno de los soldados que se ubicaba junto al Hummer (el vehículo multipropósito) avanzó en nuestra dirección, aún hincados. Caminaba con una pistola al cinto, un fusil M16 colgado al hombro izquierdo y una tabla con papeles en la mano derecha. Al pararse frente a nosotros, preguntó directamente a Eloy nombre y apellidos. Yo supuse que se dirigieron a Eloy por ser el de mayor de edad (más de 50). Inmediatamente después, el soldado revisó una lista de varias hojas. Tomó su tiempo, sin prisa.
Luego de unos minutos, el soldado pidió a uno de sus compañeros de armas que ordenara levantarse a Eloy, quien cumplió la orden incluso antes de que terminara de dictarla. Lo separaron de nuestro pequeño grupo y lo llevaron a otro punto del retén.
A James, a Lisette (ambos panameños) y a mi (mexicano), tras haber estado entre 10 y 15 minutos en posición de hincados, nos fue pedido que nos retiráramos del lugar y regresáramos por donde habíamos venido. Estábamos confundidos. No sabíamos qué hacer.
Segundos antes de perderlo de vista, Eloy nos dijo –tal vez para calmarnos– que era un malentendido. –Todo se aclarará. Había un homónimo con su nombre en esa lista, como nos platicó Eloy dos días más tarde.
Cientos de retenes dispuestos en diversos puntos de Panamá permitieron que la fuerza invasora capturara “vivos o muertos” a gran cantidad de colaboradores del régimen norieguista, sobre todo miembros de los Batallones de la Dignidad.
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