El comienzo
Aquella noche, del 19 al 20 de diciembre, oscura y tibia, su atención se centraba en la base Clayton, todavía distante. El suspenso iba en aumento. Esperaban algo. La tensión dentro del compacto automóvil crecía.
La fortificación militar vestía una extensa y alta malla ciclónica perimetral, con alambre de seguridad de navajas.
A la distancia, la fortaleza lucía iluminada, en un ambiente de aparente normalidad; de cerca, el movimiento de efectivos era notorio.
Aquella noche, del 19 al 20 de diciembre, oscura y tibia, su atención se centraba en la base Clayton, todavía distante. El suspenso iba en aumento. Esperaban algo. La tensión dentro del compacto automóvil crecía.
La fortificación militar vestía una extensa y alta malla ciclónica perimetral, con alambre de seguridad de navajas.
A la distancia, la fortaleza lucía iluminada, en un ambiente de aparente normalidad; de cerca, el movimiento de efectivos era notorio.
Los ocupantes del Sunny blanco, sin embargo, no imaginaban nada de lo que pocos minutos más tarde serían testigos.
Una vez supervisada esa área castrense, a prudente distancia y ya de regreso, avanzaron, lento, sobre la carretera.
Al alejarse, vieron detrás de ellos un par de puntos luminosos que aparecieron de forma repentina.
El veloz desplazamiento de esas luces, aparecían como un espejismo sobre la pista de asfalto.
—¡Hazte a un lado, Eladio, déjalo pasar! —dijo Javier en un tono que desprendía nerviosismo.
—En serio, déjalo pasar, viene muy rápido; parece un camión —insistió Javier, pero ahora con marcado nerviosismo.
Jaime, quien viajaba con él en la parte trasera del auto, reaccionó después de unos segundos para sumarse, también alterado, a su pedido.
—Sí, quítate, ¡hazlo ya! —suplicó casi a gritos a Eladio, quien no dejaba de mirar el espejo retrovisor ni el lateral, mientras avanzaba el auto, lento; su cabeza se movía de un lado a otro, como péndulo acelerado; sus manos aferradas al volante a pesar de los escasos 10 o 20 km/h (kilómetros por hora) que marcaba el velocímetro.
Una vez supervisada esa área castrense, a prudente distancia y ya de regreso, avanzaron, lento, sobre la carretera.
Al alejarse, vieron detrás de ellos un par de puntos luminosos que aparecieron de forma repentina.
El veloz desplazamiento de esas luces, aparecían como un espejismo sobre la pista de asfalto.
—¡Hazte a un lado, Eladio, déjalo pasar! —dijo Javier en un tono que desprendía nerviosismo.
—En serio, déjalo pasar, viene muy rápido; parece un camión —insistió Javier, pero ahora con marcado nerviosismo.
Jaime, quien viajaba con él en la parte trasera del auto, reaccionó después de unos segundos para sumarse, también alterado, a su pedido.
—Sí, quítate, ¡hazlo ya! —suplicó casi a gritos a Eladio, quien no dejaba de mirar el espejo retrovisor ni el lateral, mientras avanzaba el auto, lento; su cabeza se movía de un lado a otro, como péndulo acelerado; sus manos aferradas al volante a pesar de los escasos 10 o 20 km/h (kilómetros por hora) que marcaba el velocímetro.
Sereno y prudente, Eladio intentó, quizá, provocar al intrépido chofer del vehículo que se acercaba cada vez más hacia ellos. Unos cuantos metros antes de que ese veloz y desconocido vehículo pasara, literalmente, sobre ellos, Eladio giró el volante a su derecha para orillar el pequeño auto blanco.
Detuvo la marcha justo a tiempo. El “loco” conductor que los perseguía tenía la clara intención no de rebasarlos por la izquierda, ni mucho menos de detenerse, sino que iba decidido a embestirlos. Sintieron una fuerte vibración, acompañada de un sonoro ruido, que se prolongó por unos minutos.
Junto a ellos pasó, veloz, una enorme masa de hierro; le siguió otra, una más, otra y luego otra, y así hasta casi un centenar, en esa larga hilera de hierro y caucho, que se le figuró a Javier como un gigantesco tiranosaurio sobre su presa.
Exactamente, Javier contó 98 vehículos, de diferentes dimensiones, todos de color verde oscuro. Eran vehículos militares, de guerra, de una gran variedad de rodadas y tonelaje, que avanzaban, veloces, sobre la carpeta asfáltica.
Los primeros, enormes tanques; algunos, los del final de la cola, con la insignia de la Cruz Roja.
Era el inicio de la invasión a Panamá.
* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.
Junto a ellos pasó, veloz, una enorme masa de hierro; le siguió otra, una más, otra y luego otra, y así hasta casi un centenar, en esa larga hilera de hierro y caucho, que se le figuró a Javier como un gigantesco tiranosaurio sobre su presa.
Exactamente, Javier contó 98 vehículos, de diferentes dimensiones, todos de color verde oscuro. Eran vehículos militares, de guerra, de una gran variedad de rodadas y tonelaje, que avanzaban, veloces, sobre la carpeta asfáltica.
Los primeros, enormes tanques; algunos, los del final de la cola, con la insignia de la Cruz Roja.
Era el inicio de la invasión a Panamá.
* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.
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