Rumbo a Veracruz
El tránsito estaba relajado. A esa hora de la tarde (alrededor de las 17:00 horas), la circulación era fluida. El buen ánimo imperaba entre ellos. Decidían la estrategia a seguir: verificar la llegada de aviones y corroborar otros movimientos inusuales en Howard, la mayor base aérea de Estados Unidos en América, fuera de su territorio.
Una vez abandonada la ciudad se encaminaron hacia Howard, previo paso por el puente Las Américas, a la entrada del Pacífico. Esa estructura de 16.7 mil toneladas, 1.650 metros de longitud y una elevación de 120 metros sobre el nivel del mar, cruza el Canal de Panamá y conecta, de verdad, las masas Norte y Sur de América, en la parte más estrecha del continente (80 kilómetros desde el Atlántico al Pacífico).
Tomaron la avenida de Los Mártires, donde notaron que jóvenes militares panameños –la mayoría armados y con vestimenta de civiles– cerraban con barricadas las calles que conducían al cuartel general de las Fuerzas de Defensa. Esa avenida de Los Mártires marcaba la división de una extensa área aledaña a la ciudad que había sido revertida por Estados Unidos a Panamá tras la firma de los tratados Torrijos-Carter, de 1979.
Los contrastes en infraestructura eran evidentes entre la ciudad y los terrenos de esas áreas revertidas. Las calles lucían limpias, con las líneas peatonales bien trazadas y abundantes señalamientos viales; así como amplias áreas verdes con infinidad de palmeras y césped bien recortado; casas de madera, estilo californiano, con techos de dos aguas.
Siguieron luego por la carretera Panamericana, que cruza la vía interoceánica. Un buque de carga pasaba justo debajo del puente; se perfilaba hacia el Pacífico. Acababa de dejar Miraflores, el último de los tres juegos de esclusas (elevadores de agua) con los que cuenta el Canal de Panamá para el paso de navíos, desde el Atlántico. Otros barcos, a lo lejos, esperaban su turno de entrada. En la ribera del canal, al lado derecho del puente Las Américas, observaron las instalaciones de la base naval Rodman, con instalaciones portuarias y abastecimiento de combustible de navíos y submarinos de guerra.
Luego de unos minutos de recorrido, se toparon con un primer retén militar. Cinco pesados bloques de cemento obligaban a todos los vehículos a disminuir considerablemente su velocidad y hacían que esas unidades zigzaguearan para continuar el camino. Los guardias estadounidenses en ese puesto de vigilancia aprovechaban la lentitud del paso para realizar una somera revisión tanto a las unidades como a sus ocupantes. Cualquier actitud sospechosa era objeto de detención inmediata, a fin de efectuar un interrogatorio sobre la procedencia y el destino de cada uno de ellos. Como en aeropuertos de algunos países latinoamericanos, era mala suerte que al pasar la aduana les tocara el semáforo con la luz roja para ser sometidos a una inspección minuciosa.
No fue el caso para los que iban en el pequeño auto blanco, así es que pudieron seguir su viaje. Pero, fue cuestión de unos minutos para que en otro retén se les marcara alto total. Un soldado afroamericano, armado con un fusil y con anteojos de aumento al estilo John Lennon, se acercó al automóvil para indagar sobre la identidad de los ocupantes. Preguntó que quiénes eran, de dónde venían y hacia dónde se dirigían. Eladio, cortés, contestó rápidamente, en inglés, que su destino era ir a comer al pueblo de Veracruz –pasando Howard–. Dijo al guardia que sus amigos panameños –señalando- a Jaime y a Elizabeth– le habían recomendado un restaurante de mariscos, a la orilla del mar. Sin más explicaciones y con un amable “coman sabroso”, el soldado les dio el paso. Ese obstáculo era el último que tendrían que enfrentar, al menos hasta su regreso.
Unos 300 metros adelante, en una de las entradas a la base aérea, bajo la mirada vigilante de los guardias de turno, observaron, en una larga banca de piedra, bajo un techo de concreto, a una decena de musculosos y bronceados soldados en bermudas, camisetas de playa y chancletas, con varias mujeres jóvenes –todas con jeans o pantalones cortos– con las que conversaban animadamente, ya sea de pie o sentados, en parejas o en grupos mayores. Una radio-grabadora portátil despachaba música de cumbia que les alegraba la tarde. Los del auto blanco supusieron que ellas eran panameñas, por lo que pudieron apreciar, a distancia, de sus características físicas.
Hasta ese momento todo parecía normal. Pero cuando avanzaron otros cuantos metros se percataron que eso parecía un avispero... al menos una treintena de helicópteros, debidamente estacionados, con las aspas en funcionamiento, recibían en su interior a contingentes de soldados bien uniformados y equipados, con su mochila en la espalda y su arma larga en las manos. Los empastados campos de beisbol y de fútbol estaban convertidos en helipuertos militares.
Dentro del coche, empezaron las especulaciones y, sobre todo, las preocupaciones...
El tránsito estaba relajado. A esa hora de la tarde (alrededor de las 17:00 horas), la circulación era fluida. El buen ánimo imperaba entre ellos. Decidían la estrategia a seguir: verificar la llegada de aviones y corroborar otros movimientos inusuales en Howard, la mayor base aérea de Estados Unidos en América, fuera de su territorio.
Una vez abandonada la ciudad se encaminaron hacia Howard, previo paso por el puente Las Américas, a la entrada del Pacífico. Esa estructura de 16.7 mil toneladas, 1.650 metros de longitud y una elevación de 120 metros sobre el nivel del mar, cruza el Canal de Panamá y conecta, de verdad, las masas Norte y Sur de América, en la parte más estrecha del continente (80 kilómetros desde el Atlántico al Pacífico).
Tomaron la avenida de Los Mártires, donde notaron que jóvenes militares panameños –la mayoría armados y con vestimenta de civiles– cerraban con barricadas las calles que conducían al cuartel general de las Fuerzas de Defensa. Esa avenida de Los Mártires marcaba la división de una extensa área aledaña a la ciudad que había sido revertida por Estados Unidos a Panamá tras la firma de los tratados Torrijos-Carter, de 1979.
Los contrastes en infraestructura eran evidentes entre la ciudad y los terrenos de esas áreas revertidas. Las calles lucían limpias, con las líneas peatonales bien trazadas y abundantes señalamientos viales; así como amplias áreas verdes con infinidad de palmeras y césped bien recortado; casas de madera, estilo californiano, con techos de dos aguas.
Siguieron luego por la carretera Panamericana, que cruza la vía interoceánica. Un buque de carga pasaba justo debajo del puente; se perfilaba hacia el Pacífico. Acababa de dejar Miraflores, el último de los tres juegos de esclusas (elevadores de agua) con los que cuenta el Canal de Panamá para el paso de navíos, desde el Atlántico. Otros barcos, a lo lejos, esperaban su turno de entrada. En la ribera del canal, al lado derecho del puente Las Américas, observaron las instalaciones de la base naval Rodman, con instalaciones portuarias y abastecimiento de combustible de navíos y submarinos de guerra.
Luego de unos minutos de recorrido, se toparon con un primer retén militar. Cinco pesados bloques de cemento obligaban a todos los vehículos a disminuir considerablemente su velocidad y hacían que esas unidades zigzaguearan para continuar el camino. Los guardias estadounidenses en ese puesto de vigilancia aprovechaban la lentitud del paso para realizar una somera revisión tanto a las unidades como a sus ocupantes. Cualquier actitud sospechosa era objeto de detención inmediata, a fin de efectuar un interrogatorio sobre la procedencia y el destino de cada uno de ellos. Como en aeropuertos de algunos países latinoamericanos, era mala suerte que al pasar la aduana les tocara el semáforo con la luz roja para ser sometidos a una inspección minuciosa.
No fue el caso para los que iban en el pequeño auto blanco, así es que pudieron seguir su viaje. Pero, fue cuestión de unos minutos para que en otro retén se les marcara alto total. Un soldado afroamericano, armado con un fusil y con anteojos de aumento al estilo John Lennon, se acercó al automóvil para indagar sobre la identidad de los ocupantes. Preguntó que quiénes eran, de dónde venían y hacia dónde se dirigían. Eladio, cortés, contestó rápidamente, en inglés, que su destino era ir a comer al pueblo de Veracruz –pasando Howard–. Dijo al guardia que sus amigos panameños –señalando- a Jaime y a Elizabeth– le habían recomendado un restaurante de mariscos, a la orilla del mar. Sin más explicaciones y con un amable “coman sabroso”, el soldado les dio el paso. Ese obstáculo era el último que tendrían que enfrentar, al menos hasta su regreso.
Unos 300 metros adelante, en una de las entradas a la base aérea, bajo la mirada vigilante de los guardias de turno, observaron, en una larga banca de piedra, bajo un techo de concreto, a una decena de musculosos y bronceados soldados en bermudas, camisetas de playa y chancletas, con varias mujeres jóvenes –todas con jeans o pantalones cortos– con las que conversaban animadamente, ya sea de pie o sentados, en parejas o en grupos mayores. Una radio-grabadora portátil despachaba música de cumbia que les alegraba la tarde. Los del auto blanco supusieron que ellas eran panameñas, por lo que pudieron apreciar, a distancia, de sus características físicas.
Hasta ese momento todo parecía normal. Pero cuando avanzaron otros cuantos metros se percataron que eso parecía un avispero... al menos una treintena de helicópteros, debidamente estacionados, con las aspas en funcionamiento, recibían en su interior a contingentes de soldados bien uniformados y equipados, con su mochila en la espalda y su arma larga en las manos. Los empastados campos de beisbol y de fútbol estaban convertidos en helipuertos militares.
Dentro del coche, empezaron las especulaciones y, sobre todo, las preocupaciones...
* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.
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