domingo, 2 de agosto de 2009

Invasión a Panamá. Telaraña de terror (cuarta parte *)


Moscas en la telaraña

El paisaje arbolado, que bien dejaba penetrar los rayos de esa mañana soleada, ansiosa por calcinar todo lo que se interpusiera a su paso; y el húmedo aroma de la tierra que refrescaba sus sentidos, distraían la atención de Javier.

Ese apacible ambiente lo alejaba, de momento, de la tensa y larga noche anterior. Bonito día, como para tomar una cerveza fría y... olvidar el miedo. Disfrutó, como nunca, ese instante de imaginación.

Lo que veían sus ojos, bien abiertos, le indicaba, sin embargo, que no era un sueño. Sin duda era real; distinguía colores y aromas, y escuchaba con claridad las voces de sus compañeros y el ruido del viento invasor que se introducía a sus oídos con el correr del auto.

Pensaba, además, en lo que debía hacer una vez que llegara a la oficina. Había estado incomunicado hacía ya poco menos de 11 horas con su oficina en México. ¡Inconcebible! No sabía si su mensaje había sido recibido por sus superiores. La angustia aumentaba.

Esos pensamientos se esfumaron en un cerrar de ojos cuando alcanzó a escuchar unos gritos:

–¡Stop! ¡Stop! ¡Stop!

Justo después de pasar una curva, en ese sector de abundante vegetación, apareció la figura de un soldado, con la cara pintada y vestido con uniforme de batalla, camuflado, con casco cubierto de hojas y ramas.

Empuñaba, con ambas manos, bien estiradas, una pistola calibre .45, apuntada directamente al conductor del auto. Mantenía una postura rígida, con su pierna derecha atrás y la izquierda al frente. Estaba parado sobre la línea que dividía los dos carriles de la carretera.

Detrás de él, a unos 20 metros, un vehículo militar todo-terreno bloqueaba también el camino. Sobresalía de esa unidad una ametralladora montada sobre una plataforma rotativa y manipulada por otro soldado, que sólo dejaba ver la parte superior de su cuerpo.

Otro par de efectivos, de pie y con fusiles de asalto M16, se ubicaban junto al camión multipropósitos. Uno más, pecho tierra, a un lado del camino, manejaba una ametralladora con trípode. Varios soldados más vigilaban el otro sentido del camino. La escena, ahí, se repetía.

Los soldados que estaban a la vista –pertrechados adecuadamente– en ningún momento dejaban de apuntar su intimidatorio armamento contra aquel que llegaba hasta ese retén. Javier notó que un número indeterminado de soldados vigilaba, oculto, entre la maleza.

Por fortuna, poco antes de las 11 de la mañana de ese miércoles, precisamente, Eladio conducía con precaución y la velocidad moderada con la que viajaban permitió también a Eladio percibir aquellos gritos del soldado y detener a tiempo la marcha del auto. Había que ser prudentes.

A escasos 10 metros y con la misma postura guerrera, el rambo americano les ordenó, a gritos (también en inglés, por supuesto), abandonar el auto, uno a uno, con las manos en la nuca.

Un intenso escalofrío recorrió la humanidad de Javier. Supuso que lo mismo sintieron Elizabeth, Jaime y Eladio. –¿Y ahora qué? –susurró Javier a sus compañeros, engurruñando el rostro.

–¡Ya nos cargó la chingada!, se contestó. Sintió que la piel se le enchinaba mientras su corazón latía acelerado.

Eladio fue el primero en abandonar la unidad. Impávido, avanzó siete pasos. Esa actitud llevó a Javier a eliminarlo de su suposición inicial.

Eladio aprovechó esa corta distancia recorrida para explicarle al soldado –en inglés, naturalmente– que los cuatro ocupantes del auto eran periodistas y que él, en particular, tenía nacionalidad estadounidense.

Elizabeth, por el lado contrario del conductor, Javier y Jaime, por su respectiva puerta trasera, uno a uno, en ese orden, bajaron del auto y se formaron junto a Eladio, que los esperaba, de pie, a un paso de la orilla de la carretera.

El marine les exigió ahora que se hincaran, sin bajar en ningún momento las manos. Cada uno se acomodó, como pudo, en esa posición. Una pequeña piedra en el asfalto lastimó a Javier, que tuvo que reprimir el dolor cuando posó su rodilla sobre una de ellas. Sólo engurruñó el rostro y emitió un imperceptible quejido.

Los retenidos volteaban a verse, unos a otros, en silencio y discreción. Evitaban hacer cualquier movimiento brusco que diera pretexto a sus captores para disparar. Esa era la orden. De esa forma cayeron muchos panameños en su desesperación por escapar de esa telaraña de terror, en la que ellos, como moscas en vuelo, quedaron atrapados.

Uno de los soldados que se ubicaba junto al Hummer (el vehículo multipropósito) avanzó en dirección a los hincados. Caminaba con una pistola al cinto, un fusil M16 colgado al hombro izquierdo y una tabla con papeles en la mano derecha. Al pararse frente a ellos, preguntó directamente a Eladio nombre y apellidos. Javier supuso que se dirigieron a Eladio por ser el de mayor de edad (más de 50). Inmediatamente después, el soldado revisó una lista de varias hojas. Tomó su tiempo, sin prisa: aún no caen otras moscas en la telaraña.

Luego de unos minutos, el soldado pidió a uno de sus compañeros de armas que ordenara levantarse a Eladio, quien cumplió la orden incluso antes de que terminara de dictarla. Lo separaron del pequeño grupo y lo llevaron a otro punto del retén.

A Jaime, a Elizabeth y a Javier, tras haber estado entre 10 y 15 minutos en posición de hincados, les fue pedido que se retiraran del lugar y regresaran por donde habían venido. Estaban confundidos. No sabían qué hacer.

Segundos antes de perderlo de vista, Eladio les dijo –tal vez para calmarlos– que era un malentendido. –Todo se aclarará. Había un homónimo con su nombre en esa lista, como les platicó Eladio dos días más tarde.

Cientos de retenes dispuestos en diversos puntos de Panamá permitieron que la fuerza invasora capturara “vivos o muertos” a gran cantidad de colaboradores del régimen norieguista, sobre todo miembros de los Batallones de la Dignidad.

* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.

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