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lunes, 3 de agosto de 2009

Invasión a Panamá. Visita a la cueva del lobo (Sexta parte *)


Llamada desde México

En la primera hora de la tarde del 19 de diciembre de 1989, Javier Olivo, recibió una llamada telefónica desde México. Era de la oficina central del medio de comunicación para el que trabajaba. El encargado de la redacción le informó que, de acuerdo con despachos noticiosos recibidos de última hora en México, aviones de guerra norteamericanos habrían partido rumbo a Panamá, sin conocerse detalles de su misión. En efecto, se trataba de la 82ª División Aerotransportada del Ejército Sur de Estados Unidos, que partió desde el Fuerte Bragg, en Carolina del Norte, la mañana de ese martes.
—Muy bien, en seguida trataré de buscar la confirmación de esa noticia —respondió Javier a su interlocutor, procurando ser convincente de que obtendría una respuesta a la brevedad.
El editor en México se mostró, sin embargo, descontento por la falta de una confirmación inmediata. Debió haber pensado que en Panamá era más fácil conseguir información que en el Pentágono, en Washington D.C., donde otros medios —estadounidenses, por supuesto— sí pudieron obtener información, aunque fuera extraoficial, de esa maniobra presuntamente para realizar nuevos “ejercicios” militares, como lo venía haciendo Estados Unidos en los últimos meses.
De antemano, Javier sabía que la tarea no sería fácil. Debía buscar de inmediato a sus “fuentes” de información vinculadas a las áreas de prensa de los ministerios de Gobierno, de Relaciones Exteriores y de la Presidencia, en particular; algunas dentro de las Fuerzas de Defensa y de la Policía Nacional. Del Comando Sur, definitivamente, ninguna.
Tenía una fuente dentro de la embajada estadounidense, aunque difícil de consultar en esos días por la cada vez más tensa situación diplomática con Panamá.
Contaba, eso sí, con una variedad de informantes en representaciones diplomáticas latinoamericanas, de México, en particular; y de España, Francia, Italia y China. Era lo que tenía. Debía hacer algo más.
En fin, Javier no sabía en ese momento a qué fuente recurrir. Primero, llamó por teléfono a las respectivas oficinas de prensa de las Fuerzas de Defensa y de la Policía Nacional. De esas instituciones no recibió contestación alguna a sus varios llamados. Telefoneó después a gente de prensa de la Casa de Gobierno (Presidencia), del Ministerio de Gobierno (Interior) y de la Cancillería. En estas dependencias sí le contestaron, pero argumentaron desconocer algo acerca de aviones de guerra hacia Panamá. Pareciera como si la orden fuera admitir públicamente el asunto. En muchos casos, a otros periodistas extranjeros y panameños les ocurrió algo similar. De ninguna manera era un consuelo. Tenía que hacer algo y rápido. No había tiempo que perder.
Ante esa situación, a Javier se le ocurrió trasladarse a la zona de las bases militares estadounidenses aledañas a la ciudad; en particular, a Quarry Heigths, el centro de mando del Comando Sur y donde despachaba su Departamento de Prensa. Finalmente, decidió ir, solo.
Sin auto propio, estimó que un taxi le cobraría, mínimo, 15 dólares el recorrido, ida y vuelta, de apenas un par de horas, pero suficientes para llegar, dar un vistazo, consultar a alguien del Comando Sur y regresar para reportar a México. La pensó fácil.





* * * * * * * * *





Javier había escuchado ese día en la radio local que equipos de periodistas (tanto panameños como extranjeros), en su intento por ingresar a zonas militares prohibidas, habían sido detenidos por las fuerzas estadounidenses. No obstante, se mantuvo firme en su idea: trasladarse a ese lugar.
Se hubiera ido a meter a la mismísima cueva del lobo, envuelto con una profunda sensación de soledad y miedo, si no es porque Jaime lo llamó por teléfono.
En el momento que alistaba sus pertrechos (radio-grabadora, libreta de apuntes y bolígrafo) previo a su salida de la oficina, escuchó el timbre del teléfono. Era Jaime, su amigo panameño y periodista de un diario local y que reportaba también para una agencia europea de noticias.
—¡Aló! —dijo Javier tras acercarse el auricular.
—Hola, Jaime, ¡qué tal! —saludó, efusivo, tras identificar la voz del otro lado de la línea.
—Voy a Quarry Heights y regreso —le reveló de inmediato.
—¡No!, —replicó Javier. —Espérame ahí. Paso por ti. Vamos con Eladio; me quedé de ver con él en el hotel.
—Muy bien, aquí te espero, pero no tardes —contestó un tanto resignado, pero confiando en que ya no iría solo al otro lado del Canal, sino acompañado de otros amigos, aunque en la conversación telefónica no se tocó, en ningún momento, el asunto que tenía mortificado a Javier.












* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.

Invasión a Panamá. El avispero (Quinta parte *)


Rumbo a Veracruz

El tránsito estaba relajado. A esa hora de la tarde (alrededor de las 17:00 horas), la circulación era fluida. El buen ánimo imperaba entre ellos. Decidían la estrategia a seguir: verificar la llegada de aviones y corroborar otros movimientos inusuales en Howard, la mayor base aérea de Estados Unidos en América, fuera de su territorio.
Una vez abandonada la ciudad se encaminaron hacia Howard, previo paso por el puente Las Américas, a la entrada del Pacífico. Esa estructura de 16.7 mil toneladas, 1.650 metros de longitud y una elevación de 120 metros sobre el nivel del mar, cruza el Canal de Panamá y conecta, de verdad, las masas Norte y Sur de América, en la parte más estrecha del continente (80 kilómetros desde el Atlántico al Pacífico).
Tomaron la avenida de Los Mártires, donde notaron que jóvenes militares panameños –la mayoría armados y con vestimenta de civiles– cerraban con barricadas las calles que conducían al cuartel general de las Fuerzas de Defensa. Esa avenida de Los Mártires marcaba la división de una extensa área aledaña a la ciudad que había sido revertida por Estados Unidos a Panamá tras la firma de los tratados Torrijos-Carter, de 1979.
Los contrastes en infraestructura eran evidentes entre la ciudad y los terrenos de esas áreas revertidas. Las calles lucían limpias, con las líneas peatonales bien trazadas y abundantes señalamientos viales; así como amplias áreas verdes con infinidad de palmeras y césped bien recortado; casas de madera, estilo californiano, con techos de dos aguas.
Siguieron luego por la carretera Panamericana, que cruza la vía interoceánica. Un buque de carga pasaba justo debajo del puente; se perfilaba hacia el Pacífico. Acababa de dejar Miraflores, el último de los tres juegos de esclusas (elevadores de agua) con los que cuenta el Canal de Panamá para el paso de navíos, desde el Atlántico. Otros barcos, a lo lejos, esperaban su turno de entrada. En la ribera del canal, al lado derecho del puente Las Américas, observaron las instalaciones de la base naval Rodman, con instalaciones portuarias y abastecimiento de combustible de navíos y submarinos de guerra.
Luego de unos minutos de recorrido, se toparon con un primer retén militar. Cinco pesados bloques de cemento obligaban a todos los vehículos a disminuir considerablemente su velocidad y hacían que esas unidades zigzaguearan para continuar el camino. Los guardias estadounidenses en ese puesto de vigilancia aprovechaban la lentitud del paso para realizar una somera revisión tanto a las unidades como a sus ocupantes. Cualquier actitud sospechosa era objeto de detención inmediata, a fin de efectuar un interrogatorio sobre la procedencia y el destino de cada uno de ellos. Como en aeropuertos de algunos países latinoamericanos, era mala suerte que al pasar la aduana les tocara el semáforo con la luz roja para ser sometidos a una inspección minuciosa.
No fue el caso para los que iban en el pequeño auto blanco, así es que pudieron seguir su viaje. Pero, fue cuestión de unos minutos para que en otro retén se les marcara alto total. Un soldado afroamericano, armado con un fusil y con anteojos de aumento al estilo John Lennon, se acercó al automóvil para indagar sobre la identidad de los ocupantes. Preguntó que quiénes eran, de dónde venían y hacia dónde se dirigían. Eladio, cortés, contestó rápidamente, en inglés, que su destino era ir a comer al pueblo de Veracruz –pasando Howard–. Dijo al guardia que sus amigos panameños –señalando- a Jaime y a Elizabeth– le habían recomendado un restaurante de mariscos, a la orilla del mar. Sin más explicaciones y con un amable “coman sabroso”, el soldado les dio el paso. Ese obstáculo era el último que tendrían que enfrentar, al menos hasta su regreso.
Unos 300 metros adelante, en una de las entradas a la base aérea, bajo la mirada vigilante de los guardias de turno, observaron, en una larga banca de piedra, bajo un techo de concreto, a una decena de musculosos y bronceados soldados en bermudas, camisetas de playa y chancletas, con varias mujeres jóvenes –todas con jeans o pantalones cortos– con las que conversaban animadamente, ya sea de pie o sentados, en parejas o en grupos mayores. Una radio-grabadora portátil despachaba música de cumbia que les alegraba la tarde. Los del auto blanco supusieron que ellas eran panameñas, por lo que pudieron apreciar, a distancia, de sus características físicas.
Hasta ese momento todo parecía normal. Pero cuando avanzaron otros cuantos metros se percataron que eso parecía un avispero... al menos una treintena de helicópteros, debidamente estacionados, con las aspas en funcionamiento, recibían en su interior a contingentes de soldados bien uniformados y equipados, con su mochila en la espalda y su arma larga en las manos. Los empastados campos de beisbol y de fútbol estaban convertidos en helipuertos militares.
Dentro del coche, empezaron las especulaciones y, sobre todo, las preocupaciones...



* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.

domingo, 2 de agosto de 2009

Invasión a Panamá. Telaraña de terror (cuarta parte *)


Moscas en la telaraña

El paisaje arbolado, que bien dejaba penetrar los rayos de esa mañana soleada, ansiosa por calcinar todo lo que se interpusiera a su paso; y el húmedo aroma de la tierra que refrescaba sus sentidos, distraían la atención de Javier.

Ese apacible ambiente lo alejaba, de momento, de la tensa y larga noche anterior. Bonito día, como para tomar una cerveza fría y... olvidar el miedo. Disfrutó, como nunca, ese instante de imaginación.

Lo que veían sus ojos, bien abiertos, le indicaba, sin embargo, que no era un sueño. Sin duda era real; distinguía colores y aromas, y escuchaba con claridad las voces de sus compañeros y el ruido del viento invasor que se introducía a sus oídos con el correr del auto.

Pensaba, además, en lo que debía hacer una vez que llegara a la oficina. Había estado incomunicado hacía ya poco menos de 11 horas con su oficina en México. ¡Inconcebible! No sabía si su mensaje había sido recibido por sus superiores. La angustia aumentaba.

Esos pensamientos se esfumaron en un cerrar de ojos cuando alcanzó a escuchar unos gritos:

–¡Stop! ¡Stop! ¡Stop!

Justo después de pasar una curva, en ese sector de abundante vegetación, apareció la figura de un soldado, con la cara pintada y vestido con uniforme de batalla, camuflado, con casco cubierto de hojas y ramas.

Empuñaba, con ambas manos, bien estiradas, una pistola calibre .45, apuntada directamente al conductor del auto. Mantenía una postura rígida, con su pierna derecha atrás y la izquierda al frente. Estaba parado sobre la línea que dividía los dos carriles de la carretera.

Detrás de él, a unos 20 metros, un vehículo militar todo-terreno bloqueaba también el camino. Sobresalía de esa unidad una ametralladora montada sobre una plataforma rotativa y manipulada por otro soldado, que sólo dejaba ver la parte superior de su cuerpo.

Otro par de efectivos, de pie y con fusiles de asalto M16, se ubicaban junto al camión multipropósitos. Uno más, pecho tierra, a un lado del camino, manejaba una ametralladora con trípode. Varios soldados más vigilaban el otro sentido del camino. La escena, ahí, se repetía.

Los soldados que estaban a la vista –pertrechados adecuadamente– en ningún momento dejaban de apuntar su intimidatorio armamento contra aquel que llegaba hasta ese retén. Javier notó que un número indeterminado de soldados vigilaba, oculto, entre la maleza.

Por fortuna, poco antes de las 11 de la mañana de ese miércoles, precisamente, Eladio conducía con precaución y la velocidad moderada con la que viajaban permitió también a Eladio percibir aquellos gritos del soldado y detener a tiempo la marcha del auto. Había que ser prudentes.

A escasos 10 metros y con la misma postura guerrera, el rambo americano les ordenó, a gritos (también en inglés, por supuesto), abandonar el auto, uno a uno, con las manos en la nuca.

Un intenso escalofrío recorrió la humanidad de Javier. Supuso que lo mismo sintieron Elizabeth, Jaime y Eladio. –¿Y ahora qué? –susurró Javier a sus compañeros, engurruñando el rostro.

–¡Ya nos cargó la chingada!, se contestó. Sintió que la piel se le enchinaba mientras su corazón latía acelerado.

Eladio fue el primero en abandonar la unidad. Impávido, avanzó siete pasos. Esa actitud llevó a Javier a eliminarlo de su suposición inicial.

Eladio aprovechó esa corta distancia recorrida para explicarle al soldado –en inglés, naturalmente– que los cuatro ocupantes del auto eran periodistas y que él, en particular, tenía nacionalidad estadounidense.

Elizabeth, por el lado contrario del conductor, Javier y Jaime, por su respectiva puerta trasera, uno a uno, en ese orden, bajaron del auto y se formaron junto a Eladio, que los esperaba, de pie, a un paso de la orilla de la carretera.

El marine les exigió ahora que se hincaran, sin bajar en ningún momento las manos. Cada uno se acomodó, como pudo, en esa posición. Una pequeña piedra en el asfalto lastimó a Javier, que tuvo que reprimir el dolor cuando posó su rodilla sobre una de ellas. Sólo engurruñó el rostro y emitió un imperceptible quejido.

Los retenidos volteaban a verse, unos a otros, en silencio y discreción. Evitaban hacer cualquier movimiento brusco que diera pretexto a sus captores para disparar. Esa era la orden. De esa forma cayeron muchos panameños en su desesperación por escapar de esa telaraña de terror, en la que ellos, como moscas en vuelo, quedaron atrapados.

Uno de los soldados que se ubicaba junto al Hummer (el vehículo multipropósito) avanzó en dirección a los hincados. Caminaba con una pistola al cinto, un fusil M16 colgado al hombro izquierdo y una tabla con papeles en la mano derecha. Al pararse frente a ellos, preguntó directamente a Eladio nombre y apellidos. Javier supuso que se dirigieron a Eladio por ser el de mayor de edad (más de 50). Inmediatamente después, el soldado revisó una lista de varias hojas. Tomó su tiempo, sin prisa: aún no caen otras moscas en la telaraña.

Luego de unos minutos, el soldado pidió a uno de sus compañeros de armas que ordenara levantarse a Eladio, quien cumplió la orden incluso antes de que terminara de dictarla. Lo separaron del pequeño grupo y lo llevaron a otro punto del retén.

A Jaime, a Elizabeth y a Javier, tras haber estado entre 10 y 15 minutos en posición de hincados, les fue pedido que se retiraran del lugar y regresaran por donde habían venido. Estaban confundidos. No sabían qué hacer.

Segundos antes de perderlo de vista, Eladio les dijo –tal vez para calmarlos– que era un malentendido. –Todo se aclarará. Había un homónimo con su nombre en esa lista, como les platicó Eladio dos días más tarde.

Cientos de retenes dispuestos en diversos puntos de Panamá permitieron que la fuerza invasora capturara “vivos o muertos” a gran cantidad de colaboradores del régimen norieguista, sobre todo miembros de los Batallones de la Dignidad.

* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.

Invasión a Panamá. Tiranosaurio sobre su presa (tercera parte *)


El comienzo

Aquella noche, del 19 al 20 de diciembre, oscura y tibia, su atención se centraba en la base Clayton, todavía distante. El suspenso iba en aumento. Esperaban algo. La tensión dentro del compacto automóvil crecía.
La fortificación militar vestía una extensa y alta malla ciclónica perimetral, con alambre de seguridad de navajas.
A la distancia, la fortaleza lucía iluminada, en un ambiente de aparente normalidad; de cerca, el movimiento de efectivos era notorio.
Los ocupantes del Sunny blanco, sin embargo, no imaginaban nada de lo que pocos minutos más tarde serían testigos.
Una vez supervisada esa área castrense, a prudente distancia y ya de regreso, avanzaron, lento, sobre la carretera.
Al alejarse, vieron detrás de ellos un par de puntos luminosos que aparecieron de forma repentina.
El veloz desplazamiento de esas luces, aparecían como un espejismo sobre la pista de asfalto.
—¡Hazte a un lado, Eladio, déjalo pasar! —dijo Javier en un tono que desprendía nerviosismo.
—En serio, déjalo pasar, viene muy rápido; parece un camión —insistió Javier, pero ahora con marcado nerviosismo.
Jaime, quien viajaba con él en la parte trasera del auto, reaccionó después de unos segundos para sumarse, también alterado, a su pedido.
—Sí, quítate, ¡hazlo ya! —suplicó casi a gritos a Eladio, quien no dejaba de mirar el espejo retrovisor ni el lateral, mientras avanzaba el auto, lento; su cabeza se movía de un lado a otro, como péndulo acelerado; sus manos aferradas al volante a pesar de los escasos 10 o 20 km/h (kilómetros por hora) que marcaba el velocímetro.
Sereno y prudente, Eladio intentó, quizá, provocar al intrépido chofer del vehículo que se acercaba cada vez más hacia ellos. Unos cuantos metros antes de que ese veloz y desconocido vehículo pasara, literalmente, sobre ellos, Eladio giró el volante a su derecha para orillar el pequeño auto blanco.
Detuvo la marcha justo a tiempo. El “loco” conductor que los perseguía tenía la clara intención no de rebasarlos por la izquierda, ni mucho menos de detenerse, sino que iba decidido a embestirlos. Sintieron una fuerte vibración, acompañada de un sonoro ruido, que se prolongó por unos minutos.
Junto a ellos pasó, veloz, una enorme masa de hierro; le siguió otra, una más, otra y luego otra, y así hasta casi un centenar, en esa larga hilera de hierro y caucho, que se le figuró a Javier como un gigantesco tiranosaurio sobre su presa.
Exactamente, Javier contó 98 vehículos, de diferentes dimensiones, todos de color verde oscuro. Eran vehículos militares, de guerra, de una gran variedad de rodadas y tonelaje, que avanzaban, veloces, sobre la carpeta asfáltica.
Los primeros, enormes tanques; algunos, los del final de la cola, con la insignia de la Cruz Roja.
Era el inicio de la invasión a Panamá.





* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.

jueves, 16 de julio de 2009

Invasión a Panamá ¡Ya Empezó! (Segunda parte *)





Ruido de aviones



Un incesante ruido de aviones que apenas se escuchaba, a lo lejos, perturbó esa tarde a Fabián. Todo transcurría con aparente normalidad. En las cercanías, sobre el Canal, el tránsito fluía constante por el puente “Las Américas”; abajo, grandes buques navegaban, lento, en fila, hacia el Pacífico. Otros barcos esperaban turno de entrada.
–“Son las cuatro de la tarde; una tarde soleada, despejada ¡26 grados! la temperatura” –se escuchó de una voz masculina que escapaba de un viejo aparato de radio.
Cuando lo cotidiano parecía avanzar, Fabián se preguntó si ese martes 19 de diciembre sería un día más, como cualquier otro.
Recién llegó a su modesta vivienda tras la ardua jornada de trabajo en la Administración del Canal, se acomodó en el sofá, alcanzó el periódico del día para su habitual lectura y subió los pies a la silla que previamente se había acercado… se le notaba relajado. De fondo, un ligero ritmo tropical, su favorito, lo animaba.
Cerró los ojos unos instantes con el periódico en las manos; percibió con un poco de más claridad ese ruido que lo comenzaba a inquietar. Quedó prácticamente inmóvil y más atento. Ese ruido de ninguna manera dejaba de serle familiar, pues vivía relativamente cerca de una base aérea militar, la de Howard, del Comando Sur de los Estados Unidos; y un aeropuerto civil, el “Marco A. Gelabert”, de Panamá.
–¡Ya empezó! ¡Ya empezó! –musitó Fabián, girando ligeramente la cabeza en dirección a la ventana, sin soltar el periódico.
Permaneció así unos segundos; soltó el diario que apenas comenzaba a hojear; se levantó lentamente y avanzó unos pasos; se acercó a la ventana y, desde allí –con actitud de mayor atención – fijó la vista hacia ningún lado; volvió a inquirir:
–¿Qué, no oyes? ¡Ya empezó! ¡Escucha¡ –repitió, ahora más inquieto, con la vista fija hacia el horizonte, del lado Oeste de la ciudad, hacia el mar.
–¡No! –contestó Estela, desconcertada.
Por la actitud de Fabián, Estela también se levantó de su sillón dejando a un lado su costura que había iniciado escasos minutos antes para acompañar a su esposo. Ya de pie, atinó a preguntar, ingenua: –¿Qué empezó?
Fabián, con una mirada que parecía perdida, insistió, como si aún no recibiera respuesta a su afirmación:
–¡Ya empezó!
Él mismo, convencido, se respondió:
–Sí, ya empezó.
Levantó la mano derecha y la dirigió hacia la oreja de ese lado de su cabeza, con el dedo índice extendido, como si lo introdujera al orificio auditivo.
–¡Escucha! –le pidió a Estela, sin dejar de observar el horizonte.
Desconcertada, Estela no entendía todavía a qué se refería su marido. Volvió a preguntar:
–¿Qué escucho?
–Un avión –susurró Fabián, pensativo.
–¿Un avión? –Como si por aquí no oyeras este tipo de ruido.
–No es solo un avión –replicó Fabián, sintiéndose conocedor de algo que, por años, había escuchado.
Repentinamente dio media vuelta y se dirigió al aparato de radio que estaba sobre una consola. Pensó que eso lo sacaría de dudas. Con los dedos pulgar, índice y medio, de su mano derecha, tomó la perilla del sintonizador y comenzó a girarla, poco a poco, tratando de ubicar una estación que diera respuesta a su inquietud.
Recorrió todo el cuadrante, lo regresó; repitió la operación, ahora un poco más lento, sin encontrar aún lo que quería: una señal que confirmara su sospecha.
–Son las cuatro y veinte, faltan menos de dos horas para el noticiero –dijo tras mirar el reloj, de timón de madera, colgado en una pared color crema y cuyas manchas de humedad, apenas perceptibles, denotaban descuido.
Estela, quien seguía de pie, sin dejar de observar los movimientos de Fabián, atinó con el pensamiento: –Desde hace rato se escucha ruido de aviones, pero no había reparado en que esa frecuencia era inusual.
–Tienes razón, algo pasa –le aceptó.
Ambos, como si hubieran pensado lo mismo, caminaron de frente, uno al otro, lentamente, los escasos dos metros que los separaban y, casi en susurro, Fabián exclamó:
–¡Ya se veía venir!
Estela recién empezaba a comprender la inquietud de su esposo.



* * * * * * * * * *





Estela Roca sirvió la cena para Fabián: arroz con guandú y salpicón de carne. Él seguía sumido en la idea de una eventual invasión. Estaba seguro de que las tropas gringas atacarían en cualquier momento. Al dar una rápida hojeada al periódico –del que no se había separado–, Fabián González había leído en un titular, en la primera plana: “Soldado panameño herido por otro de EU en el Canal”. La nota periodística señalaba que “el presidente George Bush calificó de ‘una atrocidad’ la muerte –el fin de semana– de un oficial norteamericano en Panamá, y aun cuando no anunció ningún acto inmediato de represalia, dijo que se estaba revisando una serie de opciones, entre las cuales no descartó una intervención armada”.
–Lo sabía, no podría ser de otra forma. Tenemos que prevenirnos –se adelantó Fabián. Estela lo escuchaba, ahora atenta, preocupada. Recordó los comentarios que escuchó ese día en el mercado.
–Dicen que la cosa se va a poner fea, Fabián. La gente está alterada; no saben por qué, pero presienten. Dicen que Noriega está provocando a los gringos. ¿Es cierto? ¿Tú, lo crees?
–También lo pienso y creo que no soy solo yo, como tú me lo comentas... los últimos días han sido difíciles.
Había terminado su cena y, con un buen café caliente, estaba dispuesto a hacerle un resumen de la situación hasta el momento en el país.
–Déjame contarte algo, Estela –le pidió Fabián, quien presumía conocer bien el acontecer nacional –incluso el internacional– por su cotidiana lectura de diarios y por lo que captaba de noticiarios radiales y televisivos, de los que era asiduo.
Los Estados Unidos –comenzó su relato– esperaban desde hacía varios meses –sino es que años– un “garbanzo que salpicara la sopa”. Fabián comentó que la fuerza militar del país más poderoso de la Tierra había elevado la escala de alerta de sus tropas en Panamá. El motivo: uno de sus soldados acababa de ser muerto por una “bala enemiga”.
Era sábado. El ejército del Comando Sur se había declarado en estado de alerta “Delta”, una antes de la intervención militar. La noche de ese 16 de diciembre uno de sus oficiales murió después de un incidente con guardias panameños frente al cuartel de Noriega.
El incidente se produjo un día después que la legislativa Asamblea Nacional anunció que Panamá estaba en "estado de guerra" con los Estados Unidos y nombró jefe de Gobierno al general Manuel Antonio Noriega.
El Comando Sur confirmó que soldados panameños detuvieron al vehículo civil –un Chevrolet– en el que viajaban cuatro efectivos estadounidenses, cuando el conductor del automóvil “dobló equivocadamente” en una calle en los alrededores del centro de operaciones de las Fuerzas de Defensa.
-No puede ser, déjame adivinar: ¡Se perdió! –interrumpió Estela, con ironía.
Según el informante castrense, -prosiguió Fabián- a las 21:05 horas de ese 16 de diciembre, los cuatro soldados “se perdieron” en el centro de la ciudad y fueron detenidos por seis uniformados de la fuerza panameña. Inmediatamente después, una turba de hombres y mujeres, y otros guardias, rodearon el automóvil de los norteamericanos, lanzaron insultos y golpearon la unidad.
Al verse acorralados –aseguró la versión oficial estadounidense, claro– los soldados intentaron salir de ese lugar, pero guardias panameños dispararon sus armas, resultando herido un oficial, que murió minutos después en el hospital militar Gorgas de los Estados Unidos, en la zona canalera.
Ante ello, el Comando Sur y la Embajada de los Estados Unidos en Panamá expresaron su “grave preocupación” sobre lo que consideraron “el uso de la provocación por parte de las Fuerzas de Defensa Panameñas”.





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* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.

miércoles, 15 de julio de 2009

Invasión a Panamá ¡Hace 20 años! (Primera parte *)


Hace 20 años, la más grande potencia militar en el mundo invadió Panamá. Con mucha pena, me doy cuenta que el tiempo pasa, literalmente, volando.
Testimonios hay muchos, muchísimos, cada uno con su propia versión de esa historia. Dos décadas después sumo algunas situaciones de ese traumático episodio en Panamá.
Haber estado en el lugar de los hechos, justo cuando los hechos ocurrieron en el lugar, me lleva a escribir esa experiencia.

"Si el olvido borra esas letras enmudecerá mi recuerdo": Miguel Angel Asturias.



Octubre, 1988


Profunda tristeza sintió Javier al enterarse de la muerte de su amigo. En silencio, dijo una breve oración y, en seguida, reflexionó sobre el tiempo transcurrido desde su primer encuentro: ¡hace 20 años!
Eladio, su colega, era alguien a quien había conocido en octubre de 1988. Ambos coincidieron en un programa de televisión de una cadena pública de México. Habían sido invitados para hablar sobre el trabajo de los corresponsales de guerra.
El equipo de producción de ese programa había convocado a representantes de diferentes medios de comunicación en la capital mexicana. Buscaba especialistas en coberturas informativas en situación de guerra.
Al llamado, sin embargo, solo acudieron Eladio y Javier. El primero contaba con amplia experiencia en conflictos armados. Había cubierto varias guerras, entre ellas las de Corea, El Salvador y Nicaragua, todas en el último tercio del Siglo XX. Como corresponsal reportaba, desde su trinchera, sucesos que veía y oía en el campo de batalla.
Javier, por su parte, era un joven editor de noticias internacionales, sin experiencia directa en cuestiones bélicas, pero conocedor de su oficio. Ante la ausencia, en esos días, de un corresponsal en el extranjero de su medio de comunicación, Javier recibió la orden de su director de información para atender ese programa de televisión que, de manera semanal, abordaba un tema distinto de interés periodístico.
Javier no conocía de manera personal a Eladio, hasta ese día, pero si sabía de su reconocida trayectoria periodística, como corresponsal de una importante agencia de noticias estadounidense. Por el contrario, Eladio era la primera vez que escuchaba el nombre de Javier Olivo.
Ese viernes de octubre de 1988, el patio frontal de la televisora sirvió de escenario para su primer encuentro.
–Hola, qué tal, soy Javier Olivo.
–Mucho gusto. –Eladio Aguiar.
Así de escueta fue su presentación; la sellaron con un seco saludo de mano.
Eladio y Javier fueron presentados por una hermosa y joven mujer, integrante del equipo de producción del programa televisivo, el que se grabaría ese día para ser transmitido al mediodía del sábado siguiente.
Los tiempos de estudio eran estrictos y no había otra oportunidad. Con los dos invitados se decidió comenzar la grabación del programa, a la espera de que en el transcurso del mismo –de una hora de duración– se pudieran incorporar otros periodistas convocados. No fue así.


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Fue a finales de 1989, en Panamá, cuando Eladio y Javier se reencontraron.
Ahora, dos décadas después, Javier recuerda aquella frase y sugerencia que se le impregnó para siempre:
–¡Cabrón!, alguien tiene que dar a conocer al mundo la noticia que hace historia.
–Siempre reportar la noticia desde el lugar de los hechos, justo cuando los hechos ocurren en el lugar.
Estas palabras las dijo el “maestro” Eladio a Javier en distintos momentos previos a abordar aquel automóvil compacto que los llevó a cruzar la delgada vía que conecta los océanos Pacífico y Atlántico para, prácticamente, jalarle las barbas al león, en el momento justo de la invasión militar de Estados Unidos a Panamá.




* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.