Ruido de aviones
Un incesante ruido de aviones que apenas se escuchaba, a lo lejos, perturbó esa tarde a Fabián. Todo transcurría con aparente normalidad. En las cercanías, sobre el Canal, el tránsito fluía constante por el puente “Las Américas”; abajo, grandes buques navegaban, lento, en fila, hacia el Pacífico. Otros barcos esperaban turno de entrada.
–“Son las cuatro de la tarde; una tarde soleada, despejada ¡26 grados! la temperatura” –se escuchó de una voz masculina que escapaba de un viejo aparato de radio.
Cuando lo cotidiano parecía avanzar, Fabián se preguntó si ese martes 19 de diciembre sería un día más, como cualquier otro.
Recién llegó a su modesta vivienda tras la ardua jornada de trabajo en la Administración del Canal, se acomodó en el sofá, alcanzó el periódico del día para su habitual lectura y subió los pies a la silla que previamente se había acercado… se le notaba relajado. De fondo, un ligero ritmo tropical, su favorito, lo animaba.
Cerró los ojos unos instantes con el periódico en las manos; percibió con un poco de más claridad ese ruido que lo comenzaba a inquietar. Quedó prácticamente inmóvil y más atento. Ese ruido de ninguna manera dejaba de serle familiar, pues vivía relativamente cerca de una base aérea militar, la de Howard, del Comando Sur de los Estados Unidos; y un aeropuerto civil, el “Marco A. Gelabert”, de Panamá.
Permaneció así unos segundos; soltó el diario que apenas comenzaba a hojear; se levantó lentamente y avanzó unos pasos; se acercó a la ventana y, desde allí –con actitud de mayor atención – fijó la vista hacia ningún lado; volvió a inquirir:
–¿Qué, no oyes? ¡Ya empezó! ¡Escucha¡ –repitió, ahora más inquieto, con la vista fija hacia el horizonte, del lado Oeste de la ciudad, hacia el mar.
–¡No! –contestó Estela, desconcertada.
Por la actitud de Fabián, Estela también se levantó de su sillón dejando a un lado su costura que había iniciado escasos minutos antes para acompañar a su esposo. Ya de pie, atinó a preguntar, ingenua: –¿Qué empezó?
Fabián, con una mirada que parecía perdida, insistió, como si aún no recibiera respuesta a su afirmación:
–¡Ya empezó!
Él mismo, convencido, se respondió:
–Sí, ya empezó.
Levantó la mano derecha y la dirigió hacia la oreja de ese lado de su cabeza, con el dedo índice extendido, como si lo introdujera al orificio auditivo.
–¡Escucha! –le pidió a Estela, sin dejar de observar el horizonte.
Desconcertada, Estela no entendía todavía a qué se refería su marido. Volvió a preguntar:
–¿Qué escucho?
–Un avión –susurró Fabián, pensativo.
–¿Un avión? –Como si por aquí no oyeras este tipo de ruido.
–No es solo un avión –replicó Fabián, sintiéndose conocedor de algo que, por años, había escuchado.
Repentinamente dio media vuelta y se dirigió al aparato de radio que estaba sobre una consola. Pensó que eso lo sacaría de dudas. Con los dedos pulgar, índice y medio, de su mano derecha, tomó la perilla del sintonizador y comenzó a girarla, poco a poco, tratando de ubicar una estación que diera respuesta a su inquietud.
Recorrió todo el cuadrante, lo regresó; repitió la operación, ahora un poco más lento, sin encontrar aún lo que quería: una señal que confirmara su sospecha.
–Son las cuatro y veinte, faltan menos de dos horas para el noticiero –dijo tras mirar el reloj, de timón de madera, colgado en una pared color crema y cuyas manchas de humedad, apenas perceptibles, denotaban descuido.
Estela, quien seguía de pie, sin dejar de observar los movimientos de Fabián, atinó con el pensamiento: –Desde hace rato se escucha ruido de aviones, pero no había reparado en que esa frecuencia era inusual.
–Tienes razón, algo pasa –le aceptó.
Ambos, como si hubieran pensado lo mismo, caminaron de frente, uno al otro, lentamente, los escasos dos metros que los separaban y, casi en susurro, Fabián exclamó:
–¡Ya se veía venir!
Estela recién empezaba a comprender la inquietud de su esposo.
* * * * * * * * * *
Estela Roca sirvió la cena para Fabián: arroz con guandú y salpicón de carne. Él seguía sumido en la idea de una eventual invasión. Estaba seguro de que las tropas gringas atacarían en cualquier momento. Al dar una rápida hojeada al periódico –del que no se había separado–, Fabián González había leído en un titular, en la primera plana: “Soldado panameño herido por otro de EU en el Canal”. La nota periodística señalaba que “el presidente George Bush calificó de ‘una atrocidad’ la muerte –el fin de semana– de un oficial norteamericano en Panamá, y aun cuando no anunció ningún acto inmediato de represalia, dijo que se estaba revisando una serie de opciones, entre las cuales no descartó una intervención armada”.
–Lo sabía, no podría ser de otra forma. Tenemos que prevenirnos –se adelantó Fabián. Estela lo escuchaba, ahora atenta, preocupada. Recordó los comentarios que escuchó ese día en el mercado.
–Dicen que la cosa se va a poner fea, Fabián. La gente está alterada; no saben por qué, pero presienten. Dicen que Noriega está provocando a los gringos. ¿Es cierto? ¿Tú, lo crees?
–También lo pienso y creo que no soy solo yo, como tú me lo comentas... los últimos días han sido difíciles.
Había terminado su cena y, con un buen café caliente, estaba dispuesto a hacerle un resumen de la situación hasta el momento en el país.
–Déjame contarte algo, Estela –le pidió Fabián, quien presumía conocer bien el acontecer nacional –incluso el internacional– por su cotidiana lectura de diarios y por lo que captaba de noticiarios radiales y televisivos, de los que era asiduo.
Los Estados Unidos –comenzó su relato– esperaban desde hacía varios meses –sino es que años– un “garbanzo que salpicara la sopa”. Fabián comentó que la fuerza militar del país más poderoso de la Tierra había elevado la escala de alerta de sus tropas en Panamá. El motivo: uno de sus soldados acababa de ser muerto por una “bala enemiga”.
Era sábado. El ejército del Comando Sur se había declarado en estado de alerta “Delta”, una antes de la intervención militar. La noche de ese 16 de diciembre uno de sus oficiales murió después de un incidente con guardias panameños frente al cuartel de Noriega.
El incidente se produjo un día después que la legislativa Asamblea Nacional anunció que Panamá estaba en "estado de guerra" con los Estados Unidos y nombró jefe de Gobierno al general Manuel Antonio Noriega.
El Comando Sur confirmó que soldados panameños detuvieron al vehículo civil –un Chevrolet– en el que viajaban cuatro efectivos estadounidenses, cuando el conductor del automóvil “dobló equivocadamente” en una calle en los alrededores del centro de operaciones de las Fuerzas de Defensa.
-No puede ser, déjame adivinar: ¡Se perdió! –interrumpió Estela, con ironía.
Según el informante castrense, -prosiguió Fabián- a las 21:05 horas de ese 16 de diciembre, los cuatro soldados “se perdieron” en el centro de la ciudad y fueron detenidos por seis uniformados de la fuerza panameña. Inmediatamente después, una turba de hombres y mujeres, y otros guardias, rodearon el automóvil de los norteamericanos, lanzaron insultos y golpearon la unidad.
Al verse acorralados –aseguró la versión oficial estadounidense, claro– los soldados intentaron salir de ese lugar, pero guardias panameños dispararon sus armas, resultando herido un oficial, que murió minutos después en el hospital militar Gorgas de los Estados Unidos, en la zona canalera.
Ante ello, el Comando Sur y la Embajada de los Estados Unidos en Panamá expresaron su “grave preocupación” sobre lo que consideraron “el uso de la provocación por parte de las Fuerzas de Defensa Panameñas”.
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* Este texto es parte del libro "Mi primera guerra... Chácaras y cutarras. Relato de una invasión", que su autor, Julio Olvera A, tiene en proceso de redacción.
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