viernes, 16 de octubre de 2009

Periodistas en misión peligrosa




Ponencia ofrecida en la conferencia

“Corresponsal de guerra, o cómo sobrevivir en el intento. Visión y acción profesional”.

Universidad Autónoma Metropolitana.
Unidad Xochimilco.


Buenos días...

Es un honor estar, aquí, con ustedes...

Participo con gusto en esta conferencia para exponer algunos aspectos de la actividad de un corresponsal de guerra, o mejor dicho de un periodista en misión peligrosa.

Mi propósito es hablar de un asunto que, desgraciadamente, parece ser una realidad en México: la guerra, la que hace que el periodismo sea una profesión de alto riesgo, de peligro.

Si bien esta situación no se presenta con la misma intensidad en todo el país, varias zonas del territorio mexicano, como Chihuahua, Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas o Guerrero, se convirtieron en algún momento en abiertos frentes de batalla.

Son pocas, en realidad, las entidades que se escapan de la violencia del narcotráfico y del crimen organizado, problemas a los que el gobierno actual les declaró la guerra.

Cifras más, cifras menos, pero la violencia en México ha dejado unos 14 mil muertos desde diciembre de 2006.

En junio pasado, el Comité Internacional para la Protección de Periodistas (CPJ) publicó un reporte especial que tituló: “Informar y sobrevivir en Ciudad Juárez”.

Su autor, Mike O’Connor, hizo notar que la misma prensa mexicana ha señalado que esa ciudad fronteriza “está entre las localidades más peligrosas de uno de los países más violentos del mundo”.

O’Connor refirió, un mes después, en una conferencia en Villahermosa, Tabasco, que debido al narcotráfico, los periodistas que trabajan en los estados más afectados por ese flagelo, viven como “corresponsales de guerra” en su propia casa.

¿Esto qué significa? Pues que para un periodista el peligro está a flor de tierra. Y habló de aquel profesional que se dedica a reportar los hechos justo cuando los hechos ocurren en el lugar.

* * * * * * * * * *

Como periodista, vives una guerra tras otra en cada nota, entrevista o reportaje que escribes; y en la constante búsqueda de información, te enfrentas a situaciones de riesgo, e incluso de muy elevado peligro.

Te enfrentas a personajes o grupos que, de una manera u otra, pueden verse desnudos ante aspectos de sus actividades públicas, o ser descubiertos en su verdadero rostro, su lado oscuro.

Solo en México —el país más peligroso en el continente americano para el ejercicio del periodismo—, han muerto 55 hombres de prensa y ocho están desaparecidos desde el año 2000, Sólo en 2009 van 10 periodistas muertos, según Reporteros Sin Fronteras y el Comité para la Protección de Periodistas.

En general, en ese lapso, el mundo ha perdido 755 periodistas, caídos en el cumplimiento de su deber de informar; por estar ahí, justo cuando los hechos ocurrieron en el lugar. No por estar en el sitio equivocado, sino porque estuvieron donde tenían que estar.

Una guerra se vive a diario en cada calle, de cada barrio, de cada ciudad, de cada país... Creo que es una lucha constante, pues los conflictos surgen por cualquier motivo y sin la menor reflexión ni diálogo.

En el extremo de los casos, la más insignificante situación lleva a “guerras” personales o de grupos, en las que se empiezan con agresiones verbales y se terminan con lesiones físicas, e incluso la muerte. Casi siempre el problema permanece latente y resurgirá en cualquier momento a menos que exista alguna negociación que le ponga fin y logre una sana convivencia.

En muchos de esos “simples” casos habrá alguien que dé a conocer el hecho de manera pública. Para muestra basta asomarse a la sección de “nota roja” que publican los periódicos.

Tipos de guerra

Ahora bien, se dan diferentes tipos de guerra. Las convencionales, que se rigen bajo convenciones sobre trato de prisioneros, heridos y población civil, así como de Baja Intensidad, que consiste básicamente en una prolongada confrontación de principios e ideologías.

En una guerra irregular una fuerza realiza operaciones ofensivas de baja visibilidad, secretas o clandestinas, mediante la subversión, el sabotaje, la inteligencia y la fuga.

El patrón tradicional de conflicto armado es el siguiente:
· A nivel internacional, un país lucha contra otro
· A nivel interno, un gobierno en guerra contra un movimiento de liberación, de resistencia o de oposición.

Sin embargo, como dije antes, vivimos —aunque mi apreciación parezca exagerada— en situación de constante riesgo de guerra, ya sea durante un incidente vial, con el vecino de arriba en una unidad habitacional por la filtración de agua; o con el vecino de al lado, por sus ruidosas fiestas cualquier día de la semana a altas horas de la madrugada; continuos choques entre policías y manifestantes ante cualquier reivindicación política, económica o social; por diferencias religiosas, disputas deportivas, por tenencia de tierra, por escasez de agua potable; por petróleo; por límites fronterizos; por cualquier cosa...

Cotidianamente, insisto, se lee y se escucha en medios de comunicación lo mismo: “...una guerra de bandas...”, “...en la guerra contra el narcotráfico”; “...en el combate al lavado de dinero”; “...en la lucha contra tal enfermedad...”, “...en el combate a la pobreza; “...la lucha por sobrevivir...”, “...la lucha política...”, “...la lucha partidista”, “...la lucha por el poder...”, “...la guerra de televisoras...”, “… las guerras en la red...”, etcétera.

La televisión muestra regularmente imágenes de comerciantes ambulantes enfrentándose a fuerzas policiacas; de ciudadanos que reclaman servicios básicos o pobladores de zonas urbanas o campesinas que bloquean calles o caminos y chocan, con machetes, piedras y palos, a equipados elementos antimotines de las fuerzas de seguridad, con escudos, cascos, toletes, gases lacrimógenos. En otros países, se usan armas de descargas eléctricas, balas de goma y cañones que lanzan chorros de agua.

Lo acabamos de ver con el estallido de protestas en Estambul, donde la policía turca detuvo a un centenar de manifestantes tras dispersar con gases lacrimógenos a cientos de personas que protestaban contra la reunión del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que se celebró en esa ciudad.

Las imágenes son elocuentes, y casi siempre se ve, además de los manifestantes, a hombres de prensa que estuvieron justo ahí para que el mundo conociera de esos hechos.

La guerra, un amplio espectro

Como ustedes saben, el de la guerra es un tema de amplio espectro y, por lo mismo, difícil de tratar en unos minutos. Para ello, existe abundante literatura.

Incluso, en Internet aparece gran cantidad de sitios donde el tema “corresponsal de guerra” es profuso, desde manuales de sobrevivencia y cómo conducirse en situaciones de hostilidad hasta de instrucción de cubrimiento de manifestaciones callejeras y condiciones laborales de periodistas dedicados a perseguir guerras; ¡SÍ! como aquellos meteorólogos “caza” huracanes, que en un avión equipado penetran hasta el epicentro del meteoro.

También, infinidad de periodistas en el mundo cuentan con sus páginas en la red, donde presentan sus experiencias, entre otros asuntos relacionados con medios de comunicación.

La palabra corresponsal se refiere, según la RAE, a la persona que habitualmente y por encargo de un medio de comunicación, envía noticias de actualidad desde otra población o país extranjero.

El solo término de “corresponsal” da cierta categoría a un periodista, pero el agregado “de guerra”, sin duda, eleva al profesional dedicado a cubrir este tipo de eventos.

Sin embargo, en muchos casos, cualquier persona que por diferentes circunstancias se encuentra en el lugar de los hechos se convierte en “corresponsal” cuando, ante la ausencia de profesionales, reporta un acontecimiento, no importa si carece de técnica o qué tan cerca estuvo, pues lo importante para un medio es “la presencia” en el lugar.

En una situación de conflicto armado, el periodista debe tener en cuenta una serie de factores tales como el sentido de la persuasión, la “propaganda de guerra" y la "guerra psicológica"; las distintas formas de hacer la guerra; el drama que representa para la población afectada; su costo económico y social; la censura y la desinformación.

La invasión a Panamá

Ahora, permítanme unos minutos para narrarles lo que viví hace 20 años, cuando la más grande potencia militar invadió Panamá.

En 1993, la cadena de televisión CNN transmitió en vivo, por primera vez, un bombardeo. Fuerzas estadunidenses atacaron con todo su arsenal a Irak; la historia se repitió contra ese mismo país de Medio Oriente, en 1998.

Previamente, al final de los años ochenta, Estados Unidos ensayaba con su moderno arsenal.

Aquella madrugada del 20 de diciembre del 89 el entonces presidente George Bush —el padre, claro— levantó el telón para presentar un infausto espectáculo con un ejército de ¡26 mil! soldados, en una escandalosa demostración de poderío bélico.

Haber estado en el lugar de los hechos, justo cuando los hechos ocurren en el lugar, me ha llevado a contar muchas veces esa experiencia, sobre todo a familiares y amigos, como ustedes.

A principios de este año, en enero, nos abandonó un maestro del periodismo, de quien aprendí mucho sobre este oficio, en especial a conducirme como periodista en situación de conflicto armado. Esa persona es Eloy Aguilar, un profesional que dedicó más de 40 años de su vida a dar noticias al mundo en cualquier circunstancia.

Con este texano-mexicano, literalmente un veterano de guerra, anduvimos tres periodistas en un pequeño auto marca Sunny color blanco. En ese vehículo Eloy nos llevó, en las riberas del Canal de Panamá, a jalarle las barbas al león.

Con Eloy, con Lisette —aquí presente— y con James, otro buen amigo panameño, experimenté lo que es la emoción y el miedo de ser periodista.

Como me lo señaló Eloy: lo importante es estar en el lugar de los hechos, justo cuando los hechos ocurren en el lugar.

Hacía, Eloy, lo que sea por estar siempre en “primera fila”, no para ser protagonista, sino como varias veces me dijo: —cabrón, alguien tiene que dar a conocer al mundo la noticia que hace historia.

Recuerdo que esa oscura noche, la del 19 al 20 de diciembre de 1989.

Nuestra atención estaba en el fuerte Clayton, distante todavía. El suspenso iba en aumento. Esperábamos algo. La tensión crecía dentro del compacto automóvil en el que viajábamos.

Ya en las cercanías, vimos esa fortificación militar vestida con una extensa malla ciclónica perimetral, con alambre de seguridad de navajas. Lucía iluminada, en un ambiente de aparente normalidad; dentro, el movimiento de soldados era notorio.

Una vez “supervisada” esa área, a prudente distancia y ya de regreso a la ciudad, los cuatro ocupantes del pequeño auto blanco avanzamos, lento, sobre la carretera.

Al alejarnos, nos percatamos que detrás de nosotros apareció, de repente, un par de puntos luminosos. El veloz desplazamiento de esas luces, aparecían como un espejismo sobre la pista de asfalto.

—¡ Hazte a un lado, Eloy, déjalo pasar! —dije.

—Déjalo pasar, viene muy rápido; parece un camión —insistí, pero ahora con marcado nerviosismo.

James, que viajaba conmigo en la parte trasera del auto, se sumó a mi pedido, al igual que Lisette, quien iba en el asiento del copiloto.

—Sí, quítate.

Sereno y prudente, Eloy, alcanzó a retar:

—Si nos quiere pasar, que nos brinque.

Eloy no dejaba de mirar el espejo retrovisor ni el lateral, mientras avanzaba el auto, despacio; su cabeza se movía de un lado a otro y sus manos bien aferradas al volante pese a la baja velocidad.

Nunca busqué saber si Eloy intentó, quizá, provocar a ese fantasmal objeto que se acercaba cada vez más rápido hacia nosotros.

Unos escasos metros antes de que esa enorme masa pasara, literalmente, sobre nosotros, Eloy, giró el volante a su derecha para orillar el auto. Detuvo la marcha justo a tiempo. El “loco” conductor que nos perseguía tenía la clara intención no de rebasarnos por la izquierda, ni mucho menos de detenerse, sino que iba decidido a embestirnos.

Sentí una fuerte vibración, acompañada de un sonoro ruido, que se prolongó por unos minutos, seguido de una corriente de aire.

Junto a nosotros pasó, veloz, esa gigante oruga de hierro y larga trompa; le siguió otra, una más, otra y luego otra, y así hasta sumar casi un centenar, en esa larga fila.

Exactamente conté 98 vehículos, de diferentes dimensiones, todos color verde oscuro. Eran vehículos de guerra, de una gran variedad de rodadas y tonelaje, que avanzaban sobre la carpeta de asfalto. Los primeros, enormes tanques; algunos, los del final de la cola, con la insignia de la Cruz Roja.

Era el inicio de la invasión a Panamá.

La prudencia de Eloy, evitó que fuéramos las primeras víctimas.


México, D.F., octubre de 2009